Doscientos

  Decía Clint Eastwood en la película de Leone "El bueno, el feo y el malo", que el mundo se divide en dos partes: los que cavan y los que no. Ya saben como les gustan las frases lapidarias a los guionistas de western. En realidad el mundo se puede dividir entre otras muchas dos mitades: los que les gusta la Navidad y los que no, los que tiran todo al suelo y los que no, los que hablan gritando y los que no, los decentes y Ruiz Gallardón, etcétera y no etcétera.

  Resulta que hoy cumplo un número redondo de entradas en este blog, que gracias a Ana Maroto está definitivamente engordando y parece que derrocha buena salud, no poca mala baba y bastante dosis de ignorancia. Doscientas entradas y además el próximo día uno de enero (sí, ya empecé jodiendo la marrana) cumplo 44 años (aunque no aparento más de 43 y medio y tengo el corazón de un cuarentón a secas). Doble motivo de celebración (o no). Por eso también firmemente creo que además de que el mundo se divide entre los que cavan y los que no, también se reparte entre los que conmemoran las efemérides y los que no, o quizá entre los que pueden conmemorarlas y los que no.

  ¿Merece la pena celebrar la Navidad, el solsticio de invierno y el de verano, Hanuka, el día del padre y de la madre, el día del libro y el de los celíacos, el día nacional de Cataluña y el día regional de Murcia, el día del refugiado y el de la morcilla de Burgos? ¿Tiene algún significado? ¿Se trata de una costumbre vacía? ¿Inventos del Corte Inglés para que compremos, de la Iglesia Católica para que dejemos algo en el cepillo, de las ONG para que nos afiliemos, de los productores de morcillas para que visitemos Burgos y subamos nuestros niveles de colesterol?

  ¿Donde está el biólogo o el antropólogo de turno? Ya saben, el individuo que siempre justifica que los humanos hacían tal cosa porque eso les daba una ventaja comparativa con el resto de la especie incrementando su supervivencia. Quién sabe. Quizá los señores y señoras de Atapuerca, que eran capaces vagamente de recordar el número de bisontes cazados y de recordar vagamente su nacimiento y el tiempo transcurrido desde el mismo hasta la fecha, podían calcular mejor sus provisiones, recordar dónde había mejor caza y justificar la "propiedad de una charca".

  Quizá ese comportamiento acababa acarreando un incremento de las capacidades cognitivas. De modo que no fue cocinar lo que hizo al hombre, como mantenía el antropólogo Faustino Cordón, sino celebrar el cumpleaños y la caza del faisán número 300. Quizá las matemáticas más elementales surgieron no de la necesidad de contar las piedras de la tribu, sino de agasajar al jefe del clan con una piel de toro en su cumpleaños.

  Puede que celebrar sea inútil, un rescoldo de eras perdidas en la noche de los tiempos hundido en nuestro ser, como la costumbre de rascarse el pelo o la de engordar para acumular grasa de cara al crudo invierno. Pero es simbólico. Y lo simbólico nos lleva de nuevo a la madre tierra. A las noches al raso viendo las estrellas y adivinando las mareas. Esas noches que recordamos aunque nunca las hayamos vivido.

  Quizá celebrar fechas, números redondos o fiestas de guardar sea estúpido. O quizá no. Quizá esté sutilmente chiflado, como alguien sugiere, o no.

 

En todo caso, os deseo a todos, celebradores de fiestas o miembros del club Metidos en la Cama hasta que el Último Borracho vuelva a Casa, un Feliz año nuevo. O no.

El Señor Gordo

El humor está aquí, en alguna parte

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